El señor Palomar ve asomar una ola a lo lejos, la ve crecer, acercarse, cambiar de forma y de color, envolverse se sí misma, romper, desvanecer, refluir. […] Pero aislar una ola separándola de la ola que inmediatamente la sigue, y como si la empujara y por momentos la alcanzara y la arrollara, es muy difícil, así como separarla de la olla que la precede y que parece llevársela a la rastra hacia la orilla, cuando no volverse en contra como para detenerla. […]
La cresta de la ola que avanza se alza en un punto más que en los otros y desde allí empieza a festonearse de blanco. Si eso ocurre a cierta distancia de la orilla, la espuma tiene tiempo de envolverse en sí misma y desaparecer de nuevo como tragada y en ese mismo momento volver a invadirlo todo despuntando ahora desde abajo, como una alfombra blanca que remonta la orilla para acoger a la ola que llega. Pero, cuando uno espera que la ola ruede sobre la alfombra, se da cuenta de que la ola ya no está, que sólo está la alfombra y también ésta desaparece rápidamente, se convierte en un centelleo de arena mojada que se retira veloz, como si lo rechazara la expansión de la arena seca y opaca que adelanta su frontera ondulada.